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Los Andes: Sábado 7: El hombre más bueno de la tierra

Con Jorge Bonnardel compartimos el aire y los sueños de mediados de los años ‘60. Trabajábamos en la sección Artes y Espectáculos del diario Los Andes, junto a Jorge Badeali, y Antonio Di Benedetto que era nuestro jefe. Todos escribíamos de todo, pero la especialidad de Bonnardel era la crítica musical.

09 de agosto de 2004, 11:34.

Jorge, como crítico, era cordial, conciliador, siempre buscaba el lado bueno de las cosas, invariablemente advertía que el vaso de agua estaba medio lleno y no medio vacío.

Lo recuerdo a Bonnardel con corbata, con chaleco, con sus pantalones un poco cortos, a lo Sandrini, cruzándose, abrazándose los brazos cada vez que entraba en una conversación.

En las conversaciones él tenía la muy rara virtud de escuchar al otro.

Lo veo a Bonnardel escuchando, manso, con la ciencia de la paciencia, inclinando la cabeza hacia atrás, con esos lentes de vidrio espeso, con ese hoyuelo profundo en el mentón.

Mientras escribo estas líneas, desde mi sitio en Buenos Aires, observo a mi derecha una foto de aquellos días, que me acompaña. Es alrededor de 1965. Estamos en la oficina de la vieja redacción de Los Andes. Bonnardel está en su escritorio, reclinado sobre su silloncito de trabajo. Yo, detrás, de pie, muy sonriente, sostengo en mis manos, a la par de la cabeza de Bonnardel, un retrato de Federico García Lorca.

¿Qué hacía el retrato de García Lorca allí? ¿Por qué lo puse justamente al lado de la cabeza de Bonnardel? No lo sé. No lo sé…

O sí lo sé: hay cosas que no pensamos en el momento, pero que brotan de nuestra realidad. Siempre dije que Federico García Lorca, más que una persona, era una criatura. Y así decidí resucitarlo en mi obra teatral "Federico García viene a nacer". ¿Por qué? Porque la muerte no siempre se sale con la suya. La muerte puede con todos, pero con las criaturas no puede.

Mi explicación de aquella foto de Bonnardel custodiado por un retrato de García Lorca corresponde a lo que Bonnardel era, o es: una perenne criatura.

¿Cómo explicarlo?: Jorge era lo que se dice un bueno. De una sola pieza. Era tan pero tan bueno, que estaba totalmente incapacitado para decir "no". Para decir "no puedo". Para decir "no quiero". Su organismo no podía emitir la palabra "no".

Nosotros, sus compañeros del diario, sabiendo eso, jugábamos a mortificarlo. Uno de nuestros malignos juegos consistía en invitarlo a comer a la salida del diario, alrededor de las diez, once, de la noche. Bonnardel, retorciéndose, nos decía que sí, pero sabíamos que por entonces cada noche iba derecho a noviar con su amada Sarita.

Cuando llegaba el momento de irnos del diario Bonnardel empezaba a transpirar porque el "no" a nuestra invitación no le salía y entonces, ruborizado, casi tartamudeando, nos decía "este… este…vayan ustedes, yo dentro de un rato voy eh".

Todos los días consumábamos esa maldad de niños. Todos los días Jorge se retorcía y se ruborizaba porque no había caso, el "no" no le salía.

Más bueno que Bonnardel no se puede ser. Era bueno en verano y en invierno, en otoño y primavera. Era bueno sin mirar a quién. Era bueno hasta cuando corría el desasosegante viento zonda. Era un tipo en estado de criatura.

Me ha tocado participar de tributos a grandes escritores de Mendoza. Por ejemplo, a Tejada Gómez, a Di Benedetto. Siempre, en esos actos, hago un paréntesis para recordar a ese Bonnardel que no dejó obra literaria escrita.

Él fue algo mejor que un famoso. Pocos lo recuerdan seguramente porque su virtud primordial nunca aparece en los antecedentes. Ningún curriculum vitae informa que fulano de tal "hizo bondad" porque fue orgánicamente bueno.

La bondad no sirve como antecedente curricular, mucho menos en patrias arrasadas por la asesinación, la frivolidad y la corrupción.

Todos sabemos lo que pasó con Jorge Bonnardel. Allá por 1975 fue brutalmente apresado, en ese prólogo al infierno que se nos venía, por la Triple A traspapelada con las Fuerzas Armadas.

Empezaban a asomar los días y las noches en los que en esta patria, tan poblada por perfectos hijos de la indiferencia, no sólo se violaría la vida sino que además, como si eso fuera poco, se violaría la muerte, y hasta se robarían niños recién paridos.

Después de los crueles años de cárcel Jorge Bonnardel fue arrojado al exilio. En Francia, lejos de la lejana tierra suya, un día murió atropellado por un ómnibus. No lo mató el ómnibus. Lo mató el exilio. Jorge Bonnardel, como tantos, como Luis Politti, murió de eso, de exilio.

No le escapemos el bulto a la memoria. No caigamos en la confusión de creer que la memoria es sólo rencor y retroceso. La memoria es lo único que impide la impunidad. La memoria es construcción. Con la memoria se amasa el pan de la dignidad. La memoria semilla al futuro.

Nosotros, tan educados para la des-memoria debiéramos ir aprendiendo que el exilio aquí ha sido otra forma de perfecto crimen perfecto. Jorge Bonnardel sufrió este perfecto crimen perfecto. Lo sufrió en carne propia. En vida propia. En bondad propia.

En ocasiones como éstas, de recordación y tributo, nos suele ganar la congoja, la lágrima. No caigamos en eso.

Recordemos que Jorge Bonnardel era, ES, una criatura. Y la muerte no es perfecta: la muerte no siempre se sale con la suya: la muerte no puede, no podrá con los seres criaturas.

Si me permiten, sin importarme la distancia, descorcho una botella de vino oscuro, y ya mismo brindo por Jorge Bonnardel, con Jorge Bonnardel.

Brindo por una criatura discretísima en sus tormentas, una criatura que nació para ser bueno y que fue bueno sin feriados, bueno sin mirar a quién. ¡Salud, pues!

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