El día en que falleció Ernesto Pérez Cuesta escribí una nota en este mismo diario despidiendo a "un empresario en serio". Hoy lo hago para despedir a un universitario en serio. Es que empresarios e intelectuales hay muchos pero en serio, pocos. En épocas como las actuales cuando todos los referentes y modelos están tan cuestionados, es imprescindible no olvidar a las personas ejemplares.
Hay tipos que por donde pasan, el pasto no crece más. Y otros, como Luis Triviño, que por donde él pasaba solía renacer la bondad innata de la humanidad y el mal se tomaba un reposo.
Es cierto que quizá la bondad originaria de los hombres sea una ilusión inverificable (lo verificable suele ser lo contrario), pero yo les puedo jurar y rejurar que Triviño era la expresión más acabada de los hombres buenos.
Conmovedor por su inocencia y apabullante por su dignidad. Inocente porque creía que todos eran buenos como él y digno porque cuando alguien lo desengañaba, sabía pelearla como el mejor contra los peores.
Cuando de joven llegó a Mendoza, se entremezcló con el mejor espíritu de esta contradictoria provincia que recibe con ardiente seducción a todos quienes quieren desposarla pero que, luego de consumada la unión, trata con glaciar indiferencia a los que enamoró.
No obstante, el Luis desde el principio se ocupó de la mejor Mendoza. Por eso estudió sus orígenes siguiendo los surcos de su tesoro más inapreciable: el agua. Luego nos enseñó a miles de alumnos a querer y pelear por nuestro oasis, mientras desde sus cátedras nos contaba cómo defendían sus tesoros naturales en otras partes del mundo y de la historia.
Luego del agua y la antropología, se ocupó de las instituciones. Se dedicó a fundarlas o refundarlas o reinventarlas. Lo cierto es que hizo de la universidad estatal un templo (pese a ser ateo) de la democracia. Luego buscó sumar el mayor espíritu público posible a la universidad privada. Y, ahora, andaba viendo cómo crear una universidad cooperativa.
El hombre era cualquier cosa menos un corporativo, como suelen serlo tantos intelectuales. Él creía en el espíritu (pese a ser ateo) de las cosas, más que en la propiedad material de las mismas. Por eso, cuando la peleaba desde la universidad privada, los de la estatal que él había conducido mejor que nadie, lo miraban con asquete.
Cuando se metió con la universidad cooperativa, también lo miraban raro desde las otras. Pero a él no le importaba que la academia fuera estatal, privada o cooperativa, sino lo que tenía para meterle adentro. Que era mucho y bueno. Claro que tampoco se enojaba con los que se enojaban con él. Porque era bueno.
Una vez trabajé con él, pero al tiempo me fui, dejándolo solo. Cuando le expliqué mis razones, al instante él también se marchó. Pero la diferencia es que yo tenía recursos para bancarme la falta de laburo y él no tenía ni un mango, como casi siempre. Pero igual se fue, no por temerario sino por digno. Yo nunca me olvidaré de ese gesto que pocos seres humanos me brindaron en la vida. Porque a los huevos no hay que predicarlos, sino practicarlos.
Hermano, un par de días atrás te alcancé a dar un último abrazo y te comprometí a que, apenas recuperado, me permitirías publicarte tu próximo artículo. Me dijiste que sí con la voz partida, sabiendo ambos que ya no nos veríamos más. Es que ahora tenés otras ocupaciones. Si vos tenías razón y Dios no existe, en estos momentos andarás por el desierto de Lavalle conversando con los huarpes.
En cambio, si la pifiaste, seguro que ya estarás charlando con el Padre Contreras, ese creyente al que le dedicaste tu libro ateo. Es que con muchos ateos como vos y muchos creyentes como el Padre Contreras, ¡qué linda sería la vida!