Mientras paso / por este mundo perverso
Buscando la luz / entre la oscuridad de la locura
Yo me pregunto..../ ¿Está toda esta esperanza perdida?
¿Queda sólo dolor, odio y miseria?
Y cada vez que me siento así aquí adentro
Hay una cosa que quiero saber:
¿Qué es lo divertido acerca de la paz,
el amor y la comprensión?
(Letra de la primera canción que interpreta el personaje de Murray en un karaoke)
Chiquita, libre de mayores pretensiones que la de contar una anécdota mínima y exorcizar fantasmas propios, sutil, rebosante de delicadeza. Así es Perdidos en Tokio, el segundo largometraje de Sofía Coppola, hija del mítico Francis (pero, a juzgar por su pequeña obra, ya libre del pecado de portación de apellido). Lejos de la megalomanía y grandilocuencia de su progenitor / productor, Sofía, desde su primer cortometraje, ha apostado a historias pequeñas, sugerentes, etéreas y con una indisimulable dosis autobiográfica.
Su debut delante de cámaras fue más que precoz: a los tres meses apareció en la escena del bautismo de El padrino (1972). Diecisiete años más tarde debutó como guionista de La vida sin Zoe, uno de los segmentos de Historias de NY (1989), film colectivo de Francis Ford Coppola, Woody Allen y Martin Scorsese. En la historia de Zoe aparecía ya el germen de lo que sería su obra posterior: esa niña solitaria y melancólica, incomprendida por su padre, tenía muchos puntos en común con las adolescentes de Lick the star (su primer cortometraje, 1998) y con las hermanas Lisbon de Las vírgenes suicidas, su ópera prima (1999, basada en la novela de Jeffrey Eugenides). Es esa misma soledad, esa sensación de sentirse único en el mundo y completamente diferente a los demás, la que siente la protagonista de Perdidos en Tokio, Charlotte (Scarlett Johansson), mientras mira sin ver por la ventana gigante de su habitación cinco estrellas. Charlotte, como Zoe, duerme en la habitación de un hotel. Los puntos en común son más: las protagonistas de Lick.... urden un plan secreto, del mismo modo que lo hacen las adolescentes de The Virgin Suicides. En ambos casos, el plan da nombre al film. Cecil, la más pequeña de las Lisbon, le dice en un momento al médico que la atiende tras su primer intento suicida fallido: “Usted no sabe lo que es la vida de una chica de trece años”. Soslayando puntualmente la edad, idéntica frase podría haber sido dicha por Zoe, o por Charlotte. O por Sofía. (La nota autobiográfica es, entonces, recurrente en la pequeña obra de Coppola. Ella misma ha declarado que vivió interminables horas en el mismo hotel en donde se filmó Lost In Traslation, esperando a que su ex marido, Spike Jonze, terminara su jornada de trabajo).
Tal vez la inclusión más riesgosa para la realizadora sea la de un personaje masculino como protagonista. Coppola no sólo sale incólume del desafío sino que, además, lo hace victoriosa: desnuda el alma de este hombre con el mismo cuidado y sigilo con el que dejaba en evidencia las fibras más íntimas de sus personajes femeninos previos. En Perdidos... Bill Murray interpreta a Bob Harris, un actor en decadencia que tuvo su pico de popularidad en los 70 y se encuentra en Tokio filmando la publicidad de un whisky. Al principio del film parece que lo que lo incomoda es la situación del rodaje del comercial, en el que debe acatar las absurdas indicaciones de un director que no habla su idioma, pero no es así. A Bob lo que le molesta es el lugar en el que él mismo se ha colocado al aceptar filmar la publicidad y, más aún, esa sensación mezcla de vergüenza y desidia que lo embarga mientras está en el set (la misma directora ha confesado que se inspiró en dos avisos similares que vio en Tokio protagonizados por Kevin Costner y Harrison Ford, en los que se los adivinaba inconfundiblemente abochornados). Charlotte, con veinte años, un doctorado en filosofía que no sabe cómo ni para qué utilizar y un matrimonio reciente que lejos de ser un sitio de contención lo es de angustia; y Bob, con cincuenta -de los cuales ha pasado la mitad casado con una mujer más interesada en detalles domésticos que en escuchar acerca de los sentimientos de su marido- tienen soledades y penas coincidentes. La joven y el veterano actor están viviendo crisis diferentes –acordes a la edad de cada uno- pero se sienten del mismo modo: incomprendidos, melancólicos, perdidos, completamente solos.
Son eternas las horas que Charlotte debe llenar mientras espera a que su marido (Giovanni Ribisi), fotógrafo de estrellas, se digne a dedicarle un par de minutos de atención antes de dormirse o de dejarla sola otra vez. Iguales de interminables se le hacen a Bob los tiempos muertos entre las distintas jornadas de grabación. Es así como comienzan a reparar uno en el otro, al cruzarse en el ascensor, en el bar, en los pasillos del hotel. Primero asomará una sonrisa apenas esbozada a modo de saludo; más tarde, el diálogo social, mucho después la aparición de vulnerabilidades y confesiones mutuas.
Coppola apuesta a lo no dicho, a las miradas, a la sutileza. Cree en el silencio y el poder de las imágenes. Se hace necesario entonces celebrar su capacidad para evitar subrayar cualquier detalle y confiar en que el espectador lo captará de todos modos: un ejemplo de esto es la entrañable escena en que Charlotte y Bob están en la cama. El plano cenital los muestra de cuerpo entero. Entre ellos media una distancia que es el límite exacto entre la existencia de la intimidad pero la ausencia de contacto sexual. Suavemente, Bob le toma el pie, el mismo que él ayudó a curar. Ese gesto no es destacado por la directora en modo alguno (se agradece la ausencia del plano detalle); y sin embargo no pasa en absoluto inadvertido para el espectador. He ahí verdadera intimidad y auténtica cercanía: mucho más quizás que con la inclusión de alguna actitud con una mínima connotación sexual.
Otra secuencia en la que la realizadora cuida a sus personajes es la del karaoke, tal vez una de las más reveladoras del film. Vemos a una Charlotte más libre, menos contenida y hasta un poco atrevida. Necesita Coppola hacerla tomar un trago de más para conseguir que actitud sea posible y coherente para el personaje? No. No hay por qué ridiculizar al personaje, que sólo necesita de la mirada de Bob y de una peluca rosa para sentirse otra, paradójicamente, una otra más cercana a sí misma que la que comparte salidas aburridas con su marido y los amigos de éste.
La directora utiliza recursos simplísimos al servicio de la narración, como la pantalla del televisor (con la que acentúa la soledad de los protagonistas y cita el mundo oriental y occidental a través de las imágenes); o las canciones que Charlotte y Bob entonan en el karaoke (con lo que desnuda el alma de los personajes sin que haya confesiones ampulosas e inútiles). Sólo basta verlos cantar y bucear en sus ojos mientras las canciones toman consistencia de sendos alter ego.
Te estoy guiñando un ojo a ti
Voy a hacer que te des cuenta
Usaré mis brazos
Usaré mis piernas
Usaré mi estilo
Usaré mi mirada de reojo
Usaré mis dedos
Usaré mi imaginación
Porque yo voy a hacer que veas
A nadie más aquí
Nadie como yo
Soy especial, muy especial
Tengo que tener algo de tu atención, dámela!
(Letra de Brass in Pocket, de Pretenders; la canción que canta Charlotte en el karaoke)
Podía sentir en un momento
Que no había manera de saber
Hojas caídas en la noche
¿Quién puede decir a dónde vuelan?
Tan libres como el viento
Y aprendiendo ilusionadamente
¿Por qué el mar en la marea
no tiene manera de volver?
Más que esto
Ya sabes que no hay nada
Más que esto
Dime una cosa
Más que esto
Sabes que no hay nada
(Letra de More than this de Roxy Music, la canción de Bob)
A nivel formal, la directora repite los recursos de su ópera prima: cuenta a modo de polaroids; apuesta por lo implícito, y la lógica en la elección de imágenes y sonidos es clara: todo debe estar al servicio de una narración sin estridencias, no exenta de un humor tiernísimo y un matiz melancólico y nostálgico (esta premisa se traduce también en los comportamientos de los personajes: Charlotte de burla de Kelly -la descerebrada amiga actriz de su marido- pero envidia la atención que genera en él, lo que la sumerge en la tristeza). Coppola utiliza planos fijos en las secuencias iniciales del film, y a medida que sus personajes abandonan la abulia la cámara lo hace también. Todo en la puesta es el correlato del interior de los personajes protagónicos: al principio, estupefacción e inmovilidad; después, algo de juego y diversión. Podría afirmarse sin dudas que el tono del film –salvo la primera hora, en la que la realizadora coquetea con la comedia en las escenas de la grabación de la publicidad- es decididamente elegíaco. Y que Coppola se vale más de climas y atmósferas que de progresión dramática para que la historia fluya. Filma sobria y apaciblemente, jugando con los opuestos (el neón de la ciudad y su estallido de color con los tonos sombríos y monocromáticos de los interiores del hotel, por ej.). La elección de un hotel como el lugar en donde transcurre la (mínima) acción es muy acertada. Charlotte y Bob se encuentran perdidos en el entorno, perdidos en la traducción (tal el título original del film) y perdidos en sus vidas; y las habitaciones del hotel acentúan esa sensación de extrañeza y confusión. A ambos los desorienta el idioma impenetrable; los carteles incomprensibles y la alteración horaria, pero también están perdidos en sí mismos, en sus afectos... o en la ausencia de estos, en el omnipresente insomnio, en la melancolía que los invade cuando se encuentran nuevamente solos en sus cuartos.
Al encontrarse intuyen que ya no tiene importancia extraviarse con los planos de las líneas del subte, porque han encontrado el mapa del corazón humano: el del otro, y el propio. No habrá cómo perderse a partir de ese momento. ¿Qué nombre ponerle a aquello que les sucede? ¿Amor? ¿Amor platónico? ¿Encuentro de dos almas desconcertadas? No importa, parece decir Sofía Coppola; de la forma en que se llame, es lo que les permite sobrevivir en ese momento exacto a la soledad, la confusión y el desamor. Charlotte y Bob se pierden en la traducción, y se encuentran cuando se miran a los ojos. Paradójicamente, en el lugar más exótico del universo estos dos náufragos encuentran la ruta para encontrarse a sí mismos. C
PERDIDOS EN TOKIO (Y ENCONTRADOS EN LA WEB)
La película Perdidos en Tokio (Lost In Traslation) puso al descubierto un fenómeno poco conocido en el mundo occidental: el de las estrellas de cine que cobran millones de dólares por filmar un spot publicitario en Japón.
Al igual que Bill Murray en la película, los protagonistas de los comerciales están muy avergonzados de lo que están haciendo. Tanto, que se preocupan, sin excepción, por dejar bien en claro en los contratos que los spots no podrán verse en los EEUU o Europa.
Pero el disimulo tiene patas cortas. Un sitio de Internet se especializa en coleccionar y difundir estos cortos. Si quieren ver a Sylvester Stallone promocionando un nuevo jamón o a David Bowie promoviendo las virtudes de una marca de agua mineral, den una vuelta por www.japander.com
(Suplemento Sí de Diario Clarín)
La UNCUYO asesorará al Gobierno para optimizar el desempeño del empleo público
1 de noviembre de 2024