Desde hace tiempo la discusión sobre la situación y el destino de la universidad no alcanza la profundidad que se merecen nuestras naciones. Hace poco más de un año, la Presidenta llamó a pergeñar una nueva ley de Educación Superior, tratando que nuestras instituciones se pusieran a tono con los cambios que están acaeciendo y, sin embargo, la movilización de pensamiento alrededor de esta cuestión presenta un conjunto de aristas con más interrogantes que respuestas. De ahí que los comentarios de Atilio Boron en la edición de Página/12 del 24 de febrero vienen a refrescar un espacio que todavía tiene más aridez que otra cosa.
En principio habría que poner algunos puntos de inicio. Casi ninguno de los grandes pensadores (Freud, Copérnico, Darwin, etcétera) que menciona Boron tuvieron espacio en la universidad. Marx, por supuesto, tampoco. En este sentido, no debemos comprar el mito acerca de una institución que se ubica más allá de los intereses humanos. Recordemos que la extraordinaria Reforma de Córdoba fue un efecto tardío de la revolución política que encarnaba la Unión Cívica Radical.
Recordemos también que la denominada época de oro de la universidad (1955-1966) acompañó procesos políticos proscriptivos cuando no dictatoriales.
Esto es: los males universitarios no surgen en los ’80 o con el neoliberalismo, ante un pasado impoluto.
Por lo demás, siempre hubo globalización en el mundo universitario. Antes el faro fue Francia, hoy son los EE.UU. Más aún: en el pasado, los modelos predominantes de universidades eran más acotados que en la actualidad. El esquema profesionalista y de funcionarios del Estado tuvo y tiene una preeminencia tal que tapó las tradiciones científicas y de investigación y sus efectos se extienden hasta el presente.
Por eso, a la hora de analizar las transformaciones que pretendemos para el mundo universitario, ha de hacerse una crítica muy fuerte de su historia para orientarnos más en el camino que queremos encarar.
Comparto que el pensamiento crítico es un bien escaso en nuestras universidades. Pero por tal no debemos entender que el mismo puede estar en un grupo de cientistas sociales, sino que debe ser un componente esencial de todos los estudiantes de educación superior. ¿Cómo es posible el pensamiento crítico si los alumnos de los primeros años tienen dificultades para resumir un texto, si no tienen conocimientos básicos de lógica, si se desconocen elementos centrales de nuestra historia? ¿De qué pensamiento crítico hablamos si todavía se mantiene el mito de la necesidad de una especialización temprana que, más que fragmentar el conocimiento, directamente lo banaliza?
Por lo demás, pensamiento crítico es también aquel que reconoce la realidad circundante, que no vive exclusivamente de los papers, que entiende en aquellas áreas disciplinarias pertinentes que ha de haber una articulación entre investigación y medio social, que no piensa que los temas centrales han de estar dados exclusivamente por los grandes centros mundiales de la educación superior, sino que se pregunta cómo América latina puede brindar su especificidad.
Pero, sin ser tan pretencioso, detengámonos un poco en el aspecto ético de nuestras instituciones. Escuchemos, por ejemplo, cómo algunos de los más ilustres profesores de Medicina hablan mal de los medicamentos genéricos, veamos en otros casos cómo hay una privatización de hecho de áreas de investigación y de docencia, analicemos el feudalismo clientelístico que se observa en cátedras elefantiásicas. En fin, es en la práctica cotidiana de la educación superior, en su pedagogía, en su didáctica, en sus planes de estudio, en la orientación de sus investigaciones, donde las posibilidades futuras de un verdadero pensamiento crítico están negadas.
Sociólogo, profesor de la UBA y la UNQ.