Hace ocho años, el danés Lars von Trier escandalizaba (para bien o para mal) al mundo del cine pergeñando el promocionadísimo Dogma 95, que diera frutos tales como La celebración, Los idiotas, Mifune, la local y malhadada Fuckland, Italiano para principiantes, y otras muchas, entre las valiosas, las rescatables y las no tanto. Los idiotas no era la primera obra de Lars. La precedían la oscura El elemento del crimen, Epidemic, Europa y la lacrimógena Contra viento y marea. El Dogma venía a poner en el candelero cinéfilo a su mentor, que abogaba por el fin del cine artificioso y otorgaba a los realizadores un “cinturón de castidad” ad hoc: tomas en tiempo real, luz natural, actores no profesionales, cámara al hombro y prohibición de la música incidental eran solo algunos de los mandamientos de este decálogo que desde las filas nórdicas se imponía como tabla de salvación para un cine que se veía, desde allí, en decadencia.
Pero el arte –y los artistas- son libres de cualquier norma e imposición. Incluso de las dictadas por ellos mismos. Es así que con su última obra, la extensa y multi-coproducida Dogville, Lars von Trier atenta contra absolutamente todos los principios planteados en el Dogma. Y esto, sin alterar los rasgos autorales que inscriben al film en una particular visión del mundo de la que ya habían dado cuenta Contra viento y marea, Los idiotas y Bailarina en la oscuridad. Porque, si bien es cierto que saltan a la vista las coincidencias temáticas, simbólicas e ideológicas entre Dogville y esas películas anteriores de su director, lo cierto es que desde lo formal hay una voluntad explícita de recuperar el cine como artificio total. Tal vez el camino ya había sido emprendido con Bailarina en la oscuridad, donde una historia de corte realista en la que aún se respetaban ciertos códigos del Decálogo, se producía un acabado quiebre de artificialidad en las secuencias musicales, género irrealista por excelencia si los hay. Pero en Dogville va mucho más lejos: desde varios ámbitos de lo visual (y no solo en la saturación del color, como ocurría en Bailarina...) hasta el relato del narrador, pasando por las actuaciones del estelar –como siempre- elenco reclutado por el danés, y la línea argumental, todo se conjuga en un universo fílmico que rebosa artificio.
A partir de una puesta eminentemente teatral, en la cual los personajes se mueven sobre un único spot en el que transcurre toda la acción (todo lo demás se pierde en un ignoto afuera irrepresentado), Dogville es, desde el plano que abre el film, un modelo a escala. En un sentido literal, las casas de los habitantes, sus huertas, sus animales domésticos y su iglesia están apenas dibujados con trazos de tiza sobre el piso, como en un plano de planta; y apenas unas pocas paredes o los muebles imprescindibles se alzan como volúmenes sobre este pueblo gráfico. Pero la pequeñísima aldea, donde solo hay quince habitantes adultos, es también un modelo a escala de la sociedad norteamericana de los años ’30 (el contexto que recrea el film) o, si se quiere con mayor universalidad, de cualquier sitio donde se encuentre la raza humana, incluso de una megápolis. Y así como la novela que planea escribir el idealista Tom Edison Jr. sería una edificante fábula moral para cambiar las vidas de sus potenciales lectores, del mismo modo la película de Lars von Trier se propone como una parábola desencantada sobre las relaciones humanas.
No resulta difícil acostumbrarse al particular espacio minimalista (que no es nuevo, y que, por otro lado, tiene claros antecedentes teatrales: en Muerte de un viajante, Arthur Miller trabaja con un escenario que representa una casa donde solo los personajes perciben los muros; y la versión fílmica de Volk Schlöndorff en 1985 respeta con acierto esa decisión). Es tal vez el elemento más abiertamente artificioso, pero no el único. Frente al cine clásico que pretendía neutralizar el ojo/la voz del relator, aquí un meganarrador que constantemente va contando la historia y subrayando las imágenes desde la voz en off, se suma a los intertítulos que dividen el prólogo y los nueve capítulos con una breve explicación previa de los hechos. Más aún, esta voz se encarga de llamar nuestra atención sobre un aspecto fundamental del cine, como es la luz. Lejos de aquel uso forzado de la luz natural que propugnaba el Dogma, aquí hay un deleite (como el que siente el habitante ciego del pueblo) en jugar, también verbalmente, con los matices simbólicos de la luz. Además, la música clásica cuidadosamente seleccionada para apoyar los momentos de clímax emocional, recalca sobre todo el preconcepto idílico del pueblo. Incluso el carácter folletinesco de la acción (que ya había aparecido en Contra viento y marea y en Bailarina en la oscuridad) apunta a crear una identificación emocional, casi lacrimógena, podría decirse, que atenta contra cualquier viso realista.
Es con la Bess y la Selma dos films anteriores con los que debe considerarse a la protagonista de Dogville. El director sigue dando vueltas sobre una particularísima noción del personaje femenino: la mujer, en un retrato atípico en estos tiempos de post-feminismo, es presentada como una víctima propiciatoria, por aceptación propia, en una noción singular de sacrificio. Más que de actores, el danés se propone como un director de actrices. Emily Watson, Björk, y ahora Nicole Kidman, dejan hasta el alma en la dolorosa representación de unos personajes acosados por los hombres y las circunstancias. Junto con las incesantes búsquedas formales de Lars von Trier, hay un evidente rasgo estilístico de autor en esta recurrencia de personajes. Bess, Selma, Grace, e incluso la Karen de Los idiotas son mujeres torturadas que aceptan los sacrificios que se les imponen desde fuera con una firme voluntad interior, en la cual descansará su eventual liberación.
Y si bien en Contra viento... o en Bailarina... la prueba se superaba solo por la muerte, pero después de ella se esperaba un estado beatífico; también aquí el desenlace, que a primera vista pareciera separarse de aquellos en la violenta venganza de Grace, en realidad se vuelve a la misma concepción de un mundo donde los malos son castigados (aun si en este caso dicho castigo redunda en la desaparición del bien absoluto, por su conversión al mismo mal que la envolvió).
Es que el universo que viene planteando Lars von Trier a lo largo de toda su producción, es un mundo esencialmente incomprensible, caótico e infernal. Se puede realizar una lectura de Dogville como símbolo de los Estados Unidos: el individualismo de los habitantes que los lleva a no ser capaces de aceptar ayuda abiertamente, la hipocresía puritana que defenestra a los pecadores sin ver la viga en el ojo propio; el idealismo acerbo en cuyo nombre se perpetran las más terribles injusticias contra los individuos y las sociedades; la impostura que provoca las amplias desigualdades causadas por el capitalismo acérrimo; todo esto sintetiza características que se extienden más allá del país afectado por el crack económico de 1929. de hecho, las fotos que ilustran los títulos de crédito al final, acompañadas por “Young Americans” de David Bowie, se encargan de hacerlo explícito, por si quedaban dudas. Sin embargo, y para tranquilidad de la paranoia estadounidense, Dogville no es (solamente) un film antinorteamericano. La toma de responsabilidad de la nueva “gangsteresa” que cierra la historia solo demuestra como un modelo más, como la ilustración que el idealista Tom pretendía crear en sus novelas y que, reconoce, ella ha superado en la vida “real”, que aunque desaparezca un pueblo y solo queden sus cenizas, de entre ellas sobrevivirá el mal, siempre presente.
Frente al cierre “milagroso” de Contra viento y marea, o al abrupto corte final de Bailarina en la oscuridad, donde la memoria redimía a las protagonistas otorgando algo de luz sobre el tenebroso mundo, Dogville se yergue como la maqueta del mundo que Lars von Trier percibe, a estas alturas, irredimible. Y que, aunque tenga todos los tonos de un cuento de hadas (con final infeliz, eso sí) se parece peligrosamente al mundo real, al de hace sesenta años, pero también al de ayer mismo.
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1 de noviembre de 2024