Casi la mitad de las víctimas que produce el fútbol en la Argentina se registran en partidos de la máxima división. Una de cada diez víctimas muere en días en que no hay partidos.
Las señales más lúcidas sobre la violencia en el fútbol, esas que los funcionarios no entregan por su vaga retórica o porque no entienden su responsabilidad, provienen siempre de abajo hacia arriba. La semana pasada, la organización Salvemos al Fútbol –la misma que presentó un proyecto para democratizar la AFA– dio a conocer un estudio realizado por tres sociólogos de la UBA, que arroja varios datos que merecen contemplarse. Uno de ellos fue señalado por Diego Murzi, uno de los profesionales consultados: “Casi el 50 por ciento de las muertes suceden en partidos de Primera...”, la única categoría en que no está prohibida la concurrencia de público visitante a los estadios. Como contrapartida, la Subsecretaría de Seguridad en Espectáculos Futbolísticos (Subsef), que depende del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, invitó al profesor holandés Otto Adang, que da clases en academias policiales de Europa, para que nos entregara una verdad revelada: que en la Argentina el poder tiene que ver con las barras bravas.
El estudio, realizado por los licenciados Santiago Uliana (UBA-Universidad de Tres de Febrero), Diego Murzi (UBA) y Sebastián Sustas (UBA), mensuró los hechos de violencia en el fútbol ocurridos entre 1966 y la actualidad. Uno de los gráficos que presenta el trabajo indica que el 53 por ciento de las muertes en los torneos argentinos se produjeron en Primera, mientras que le sigue (de lejos) la B Nacional con el 15,2 por ciento. En orden decreciente, las estadísticas aportan que el 8,3 ocurrieron en regionales, el 6,1 en la Primera B Metropolitana, el 5,3 en encuentros de la Selección, idéntico porcentaje en amistosos y un 6,8 se engloba en el rubro “otros”.
En declaraciones que reproduce Salvemos al Fútbol en su página de Internet, Uliana concluye que “a partir de los números queremos hacer hincapié en que el modelo de control policial ha fracasado rotundamente, eso es una realidad que hay que aceptar y quienes tienen capacidad de decisión deben comenzar a pensar de otro modo, ampliar su horizonte. Y pensar de otro modo significa en parte incorporar a otros actores sociales al diálogo en la búsqueda de soluciones, me refiero en concreto al mundo académico; si bien es cierto que hubo algunos tibios intentos esto nunca prosperó”. Un ejemplo fue la convocatoria de Javier Castrilli a un equipo de profesionales liderado por el sociólogo Pablo Alabarces cuando trabajaba en la seguridad deportiva bonaerense. Esa experiencia fracasó porque el ex árbitro terminó aislando a la gente que llamó y judicializó el problema.
Para el licenciado Sustas, “la clasificación estadística nos permitió observar las causas de las muertes y ordenarlas, y en ese sentido nos llevamos algunas sorpresas; pudimos confirmar algunas cosas que ya se saben, pero también desechar otras como falsas y pensar nuevas situaciones que ya existían pero que no eran tan visibles”.
El gráfico que reúne la información de las muertes por localidad señala algo previsible: entre la Capital Federal y el Gran Buenos Aires acumulan casi la mitad de los hechos fatales en el fútbol (22,7 en la ciudad de Buenos Aires y 26,5 en la provincia). Les siguen Rosario con el 8,3 por ciento, La Plata y Tucumán con el 6,8, Córdoba y Santa Fe con el 6,1, Mar del Plata con el 4,5 y Mendoza con el 2,3. El 9,8 restante de las muertes ocurrió en otros lugares.
A Murzi le llama la atención un dato significativo: el 9 por ciento de los crímenes sucedieron durante días en los que no había partidos de fútbol. “Este es un dato clave que creo que nos está diciendo mucho, nos está hablando de un problema complejo, y que entonces no se soluciona solamente con acciones como las actuales que militaricen y tornen los estadios en espacios de extrema vigilancia y control policial.”
A eso apunta el plan pergeñado por la AFA, la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y la empresa
Telecom que la primera ya aprobó y cuyo costo ascendería a 60 millones de dólares: empadronamiento de hinchas y socios, venta de entradas en cajeros automáticos, no más boleterías en los estadios, puertas biométricas y otras medidas que se agregarán a las consabidas cámaras de seguridad. A tono con este ambicioso proyecto que pagarán los espectadores con un incremento en el precio de la entrada popular de 7,80 pesos (pasará a valer 37,80, casi el doble que una entrada de cine), la Subsef convocó, para que la asesorara, al holandés Adang, un profesional que se define a sí mismo como “científico de la conducta interesado en la agresión, reconciliación y conducta colectiva, en especial con relación al orden público y al control de las masas, las barras bravas en el fútbol, el empleo de la fuerza y la interacción entre las fuerzas de seguridad y los ciudadanos”.
Mientras estuvo dos semanas en Buenos Aires, Adang se sorprendió por la fluida relación que existe entre los grupos violentos del fútbol y el sistema (políticos, dirigentes, policías) y dijo que, en la Argentina, está el peor problema. Descartó soluciones a la europea y repitió lo que algunos especialistas locales ya vienen sosteniendo hace un par de décadas. Que la promiscuidad del trato entre las barras bravas y el poder es un producto bien nuestro y que, por lo tanto, hace mucho más complicada la búsqueda de una solución. Una solución que ni Adang ni sus anfitriones tienen a mano.