La policía va tras la delincuencia común, y fue tras la militancia política. Por ello, quienes hemos transitado de alguna manera por prácticas militantes, nos hemos sentido –de una manera vaga e imprecisa– más cerca de la simpatía por quienes delinquen que por la de los que debieran enfrentarlos. Y ello no es difícil de comprender.
Más sesudos han sido los análisis que nos llevaron a advertir la relación entre normalización y constitución de infractores de la ley, tal cual la plasmara Foucault. Allí podíamos teorizar esa simpatía por los considerados “desviados” y por los que se ponen fuera de los cánones instituidos. Aprendimos en cuánto la producción del infractor sirve a la legitimación del resto de los sujetos, así convertidos en paladines de las reglas y de la rectitud. Desde esa lectura, quienes han ido a dar a la cárcel son víctimas sociales, y por ello siempre dignos de solidaridad y apoyo.
No es que ello sea falso, pero hoy se revela insuficiente y parcial. Es verdad que hay crímenes mucho mayores que los cometidos por quienes delinquen contra personas; los grandes fraudes de cuello blanco, las estafas empresariales, la corrupción política se apropian en un solo golpe de sumas mucho mayores que las que puede robar alguien en un atraco. Y en cuanto a daños a los demás, los efectos que un acto de corrupción produce en erosión de valores y ruptura del tejido social, más lo significado en pérdidas dinerarias para el Estado, atañe a más cantidad de personas que las que se afectan en un ataque personal con fines de robo, o aun en varios de tales ataques.
Pero de ello no se sigue que la solicitud de seguridad sea un pedido sólo de privilegiados sociales, y que no haya que tomar medidas para garantizarla. La frecuencia y gravedad de los ataques a personas y bienes no son sólo propias de nuestro país; el miedo se ha enseñoreado de la vida social, señala Bauman, incluso hablando desde la próspera Europa. Pero en pocos sitios la situación de seguridad personal ha empeorado tanto como en Argentina durante los últimos quince años. Ello si recordamos que, exceptuando los no escasos lapsos de dictaduras militares, en nuestro país se podía pasear de noche sin limitaciones, prácticamente en cualquier parte de su territorio.
Por ello ha crecido la demanda de seguridad por parte de la población, recrudecida cada vez que se dan hechos conmocionantes, como los sucedidos en Capital Federal y alrededores en las últimas semanas. Por supuesto que los grandes medios –en su campaña infinita de desprestigio hacia un gobierno que asumen como enemigo–, aprovechan estas ocasiones para magnificar, y sobre todo para desinformar cuidadosamente: todo pasa por el ruido y la espectacularización de la sangre y la muerte, sin ofrecer ningún criterio para comprender lo que sucede.
Con todo esto y nuestras inclinaciones militantes, se hace difícil que –desde posiciones progresistas y de izquierda– se quiera tomar el tema de seguridad como propio. Solemos imaginar que ello es cuestión de las derechas, incluso aunque aparezca como demanda pública. De tal modo, dejamos el camino asfaltado a los grupos autoritarios para que sean los únicos que se hacen cargo del tema. A tal punto que aparecen personajes como aquel Blumberg que fue una vez fenómeno masivo, o vemos tristemente cómo se vocifera contra los grupos de derechos humanos en manifestaciones de protesta contra la inseguridad.
Es cierto que se trata de una temática donde el autoritarismo lleva ventaja: es más fácil recitar simplismos brutales como “hay que matarlos a todos”, que buscar políticas integrales y democráticas de construcción social de seguridad. Pero ello no obsta para que vayamos trabajando en este segundo sentido, y en que haya que hacerlo con urgencia.
La población tiene derecho a transitar en paz, todos tenemos derecho a que no se roben por fuerza nuestras pertenencias, tenemos incuestionable derecho a la vida. Quien nos ataca puede ser que tenga sus propias razones para hacerlo; pero a la vez está cercenando derechos, y actualmente a menudo ello conlleva formas extremas de violencia física, con muerte incluida. Ello no puede tomarse como una fatalidad, o como algo que resolveremos el día que la pobreza haya desaparecido; día que no sabemos si llegará, mientras la violencia se ejerce diariamente y deja víctimas de manera casi permanente.
Asumamos, entonces, que el tema es relevante, y que nos pertenece también a los que queremos una sociedad mejor y más justa. Mientras creamos que es un tema no mayoritario de la sociedad sino sólo propio de los sectores conservadores y reaccionarios, crearemos nuevos Blumberg futuros, y ayudaremos a perder la confianza de variados sectores sociales ante nuestras posturas políticas.
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20 de noviembre de 2024