Si hay un tema que persiste desde hace décadas en el imaginario argentino es que el sistema educativo colapsó. Evidentemente, la crisis afecta de diverso modo según las edades o las instituciones (que un chico de 7 años no aprenda a leer es radicalmente distinto de que un “chico” de 25 no sepa hacerlo), pero hay algo que aúna el fracaso en el que se empantanó la educación. La marca del fracaso no consiste en la imposibilidad de encontrar una solución (de fondo o contingente) a la crisis, como si ésta sólo fuera un problema técnico-administrativo o político-económico. Habría que cambiar la perspectiva desde la que se piensa.
En una mesa redonda, frente al relato de una anécdota (un alumno de 4º año de una escuela de la ciudad arrastraba su banco alrededor del escritorio de la profesora, mientras ella, sin mirarlo –sin verlo–, continuaba dando su clase de geografía: aún se puede ver en YouTube), una profesora confesó que los docentes están “agotados”. Se podría pensar en una batería sin energía. Pero a los seres humanos no se los “recarga”. Devolver el incentivo a enseñar no es una cuestión que –como plantea la voz biempensante que busca consenso– ataña primeramente al salario (aunque el salario importe) o a la capacitación intelectual (fundamental, por otro lado). Los docentes estamos desorientados. Es como si perteneciéramos a un universo distinto del universo de los estudiantes. Se podrá decir que siempre fue así. Y es cierto, pero había pasajes que introducían a los infantes y jóvenes al mundo de los adultos, y los adultos orientábamos el derrotero.
En la misma mesa redonda, los panelistas hicimos referencia a la publicidad de un celular donde el chico, agigantado, le enseña a su padre, empequeñecido hasta la altura del apoyabrazos, cómo usar Internet en el aparato móvil. La publicidad concluye con el chico dándole unas palmaditas en la cabeza al padre y diciendo “a veces son tan lindos”. Los oyentes rieron cada vez que escucharon el relato. La publicidad causa gracia, pero no porque sea divertida, sino porque hay algo siniestro en ella. Margaret Mead lo detectó a fines de los años ’60: por primera vez en la historia los roles se invierten y ahora son los jóvenes los que introducen en el mundo (tecnológico) a los adultos.
El pensamiento progresista apela al constructivismo y a lo dialógico para rescatar este tipo de escena y cubrir así la propia incapacidad. De aquí, quizá, la desesperada consigna “formar profesionales con espíritu crítico” que decantó en el debate “¿Ciencia para qué?”, realizado hace algún tiempo en la Facultad de Ciencias Exactas (UBA). Habría mucho para pensar en esta serie: formación, profesionales, espíritu crítico. El debate se retrotrae hasta la Ilustración y el conflicto entre lo profesional y lo político (al salir del sentido común, el significado de estos términos se enrarece). Lo cierto es que los adultos queremos mantenernos jóvenes y los jóvenes no quieren ser adultos. Este es un problema cultural que afecta en primer término a la educación como formación de pensamiento autónomo y crítico. Un aumento presupuestario (que es urgente) no lo solucionará.
Frente a este panorama, los docentes contamos por ahora con la salvaguarda de nuestra casa de estudios. Nos cobijamos allí, pues el capital simbólico aún nos ayuda a sobreponernos a la penuria económica. Pero, ¿qué es lo que valoramos? Quizás el auténtico currículum de nuestra vida no consista en los logros que conquistamos o los títulos que sumamos; quizá consista en los miedos que dejamos atrás.
Si en los ojos de los estudiantes hay cansancio, cuando no rabia y prepotencia, en los de los docentes hay indiferencia: pareciera que poco tenemos que ver con otra suerte que no sea la nuestra.
La UNCUYO fue sede del Foro Energético Nacional
22 de noviembre de 2024