Por Leonardo Moledo
Naturalmente, es muy difícil hacer una enumeración completa de la trayectoria y los méritos de Gregorio Klimovsky, que mañana recibirá el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires: matemático, epistemólogo, profesor de diferentes facultades, ciudadano de honor tanto de la cultura científica como de la humanística (separadas por la arbitrariedad burocrática de los reglamentaristas del conocimiento), y en el campo de la ética y los derechos humanos, miembro de la Conadep y de la Asamblea Permanente por los derechos humanos, firmante de las primeras solicitadas contra el siniestro gobierno de Videla y su banda de facinerosos asesinos (cuando solamente se atrevían a firmarlas quienes tenían algún tipo de resguardo, él lo hacía absolutamente solo e inerme), autor de libros como Las desventuras del conocimiento científico y Las desventuras del conocimiento matemático, son títulos más que suficientes para el título que recibirá. En este caso, el Doctorado Honoris Causa no agrega, sólo confirma.
Pero, además de los méritos científicos, me gustaría rescatar un rasgo que emana de Gregorio Klimovsky, un rasgo que todos conocen, y que puede resumirse en el complejo concepto de sabiduría.
Sabiduría (al estilo occidental, claro está). El científico demuestra el teorema, encuentra la fórmula, describe la especie, analiza el compuesto, anuncia el nuevo elemento de la Tabla Periódica; pero quien ha alcanzado y participa de la sabiduría aferra las palancas ocultas de la realidad, transforma su racionalidad en una herramienta que abarca todo (y no precisamente por acumulación de datos) el campo del pensamiento, incluso esas zonas irracionales, que forman parte consustancial de él, y es capaz de manejarse en ellas. El científico trata de ser exitoso y perfecto; el sabio aspira a la imperfección, sabiendo que solamente desde la imperfección inteligente se pueden intuir los fundamentos del mundo (y de las matemáticas, y de la razón, y de la historia y de la ética). Porque hay un punto en que la razón, el teorema, el análisis físico, químico, sociológico son impotentes, y es en ese punto cuando uno recurre al sabio.
El sabio, el que accedió a la sabiduría, consiguió transformar el conocimiento en un elemento impalpable e ilocalizable, identificable con el pensamiento mismo, que puede afrontar cualquier región de ese todo confuso y caótico en el que uno (aún el científico) se maneja a tientas. El sabio aspira a la imperfección, a la imperfección inteligente, a que todo lo que dice sea dudoso pero iluminador. El científico explica, accede a los mecanismos de la realidad, el sabio intuye confusamente los contornos imprecisos del Ser.
Y Gregorio Klimovsky es un sabio: el honor que le conferirán mañana a las 18 en el Aula Magna de la Facultad de Ciencias Exactas honra, verdaderamente, a la institución del Doctorado Honoris Causa y a la Universidad de Buenos Aires.