–¿Qué entiende por “empobrecimiento del lenguaje”?
–El modo como organizamos con palabras nuestra relación con el mundo define lo que el mundo es para nosotros. Allí donde el lenguaje se va vaciando y empobreciendo, donde el uso de las palabras se va achicando cada vez más, cuando con un par de cientos de vocablos organizamos nuestras relaciones con las personas y las cosas, allí donde se va perdiendo la potencia descriptiva del lenguaje, su capacidad de forjar, inventar y soñar, lo que va sucediendo es que el mundo se vuelve más plano, más raquítico, se vuelve menos significativo. Y la capacidad reflexiva y de intervención queda por fuera del lenguaje y del sujeto que habla. El habla va quedando colonizada por una lógica que la vuelve un instrumento servil de culturas organizadas alrededor de lo massmediático y los dispositivos tecnológicos, del dominio de una imagen que no guarda la posibilidad de reflexionar... Cuando una persona no encuentra adentro suyo palabras para decir lo que le sucede, para describir un paisaje o formular una opinión, esa persona es cada vez más un objeto de dominación, pierde su capacidad subjetiva de construir mecanismos autónomos... Si apenas decimos algo ya no sabemos qué agregar, ya no hay experiencia. ¿Cómo describir la experiencia propia si se la expropia a través de, por ejemplo, ciertos mundos televisivos? Y aun si hubiera esa experiencia, no se encuentran palabras para describirla.
–¿Cómo aparece esta carencia en el espacio de la universidad?
–La brutal caída de la posibilidad de decir algo con el lenguaje es proporcional a la pérdida de reflexión crítica. La universidad no puede ser ajena a un proceso de caída de las referencias culturales, las genealogías, las biografías y tradiciones que se van dilapidando. La universidad, sobre todo en las humanidades y ciencias sociales, debiera estar siempre ligada a un mundo ya acontecido, a tradiciones, a muertos, en un punto, a palabras ya escritas. Pero entre esos mundos y la contemporaneidad hay cada vez más intermediaciones o rupturas; la masa estudiantil genéricamente tiene una profunda distancia, en muchos casos ignorancia, de esas tradiciones y lenguajes. Algo del orden de la pobreza y la pérdida está operando en la universidad, que también importa dispositivos del mercado, ligados a la productividad y a lo funcional pragmático, a un tipo de lenguaje repetitivo, que no agrega nada nuevo y acumula paper tras paper con el único resultado de realimentar una industria académica que casi no produce una sola idea, y que se amolda a los criterios de fiscalización policial de la lógica del mercado.
–El paper sería, desde su perspectiva, el símbolo del lenguaje de la productividad. ¿Cómo lo caracteriza?
–Está ligado al tradicional informe de investigación, ya tabulado, y a las ponencias que se multiplican infinitamente en los congresos y las jornadas. No hay nada más espantoso que una mesa de un congreso, integrada por cinco o seis personas, cada una con diez minutos para leer a toda prisa un texto que los demás no escuchan porque sólo les interesa que el otro termine rápido. El paper es ese formato que, en general, no tiene cuerpo, no tiene sangre, no tiene sensibilidad y no pone en juego ningún riesgo. Es un tipo de monografía sin idiosincrasia: lo puede escribir cualquiera, no hay personalidad, no hay autor. Por supuesto, hay algunas producciones interesantísimas. Pero se tiende a homogeneizar un tipo de formato que, en realidad, ya no es dominante absoluto. Hoy domina aún más el resumen de veinte líneas.
–El abstract.
–Claro. Para presentar un informe de investigación lo principal es resumir en diez líneas lo que hiciste en diez años. Esto implica una violencia extraordinaria respecto del trabajo y la escritura. Y es parte de un dispositivo, de un tipo de gestión de lo académico que incluye las evaluaciones, arbitrarias y muchas veces estúpidas.
–¿Qué formas de resistencia afloran en la universidad ante los rigores del pragmatismo? Usted defiende al ensayo frente al paper.
–La Argentina siempre ha sido un país anómalo en relación con sus voces intelectuales, en la relación entre universidad y sociedad civil y espacio público. La gran tradición del ensayo argentino habitó en general fuera de la universidad, desde Sarmiento, Scalabrini Ortiz, Martínez Estrada, hasta ciertas voces actuales. El ensayo vivió en los márgenes, a veces en las catacumbas, o en espacios culturales no organizados académicamente. Pero, desde el regreso de la democracia, ha habido una emergencia dentro de la universidad de aquello que estaba afuera, se da una confluencia compleja entre el mundo universitario y tradiciones ensayísticas de diversas procedencias. Voces como las de Horacio González, Nicolás Casullo, León Rozitchner, Eduardo Grüner o Christian Ferrer, que producen una escritura ensayística, lo hacen en el interior de la universidad. Entonces no es cierto que la universidad esté puramente colonizada por el discurso pragmático. Aunque es un discurso que, a partir de los incentivos y parámetros que señalan qué es o no aceptable en investigación, acorralan a una tradición más universalista, la vieja tradición del humanismo crítico. Todavía, por lo atípico de la sociedad argentina y su universidad, hay bolsones, como la Facultad de Ciencias Sociales, con una cierta posibilidad de habitar anárquicamente, en el mejor sentido, donde los controles de la gendarmería académica no han hecho su trabajo demoledor. Esto no significa que el ensayo sea el único registro a través del cual se pueda decir algo interesante de la realidad.
–¿Hay una relación entre la pauperización de la lengua y la especialización de los saberes?
–Completamente. Yo defiendo la idea de recuperar la experiencia renacentista en un momento caracterizado por la lógica del especialista, la reducción de los saberes a pequeños espacios autorreferenciales, cargados de tecnicismos sólo descifrables para quienes comparten esos espacios. Frente a eso, es fundamental recuperar la tradición de las irradiaciones, los cruces, las contaminaciones. No del multidisciplinarismo, que es la suma –que nunca suma– de distintas disciplinas que siguen siendo autorreferenciales. Hablo de otra cosa, de entrelazamiento, de una visión que logre mezclar una poética con el discurso de un geógrafo, la perspectiva de un pintor y el modo de pensar de un matemático. Una intervención crítica que logre dinamitar las fronteras. En ese sentido, la del ensayo es una tradición que trata de sortear la tentación de la especialidad, jugando con las interrelaciones y las yuxtaposiciones, y que también defiende algo fundamental, que es la belleza del decir, la potencia literaria y no un esteticismo vacío. Porque el modo como decimos el mundo es el modo como lo habitamos. Desde esa perspectiva, el discurso del especialista empobrece la realidad y lo humano. La universidad no debe ser un espacio para construir saberes técnicos, sino para formar el carácter, para construir espíritus capaces de hacer un uso crítico del mundo de la información que nos habita. Hay una exigencia utilitaria, que huele al fascismo light de la época, donde sólo se miden los saberes en función de su utilidad. Por eso me gusta rescatar una frase de Adorno: si la filosofía permanece viva es porque ha demostrado su inutilidad. Si algo es útil, dura su legitimidad mientras sea considerado útil, luego se convierte en una antigualla. Su inutilidad ha salvado a la filosofía como dispositivo crítico.
–¿Cómo podría la actual universidad masiva superar sus carencias sin tender al elitismo?
–Es difícil. Una universidad de masas enfrenta muchos problemas. Uno es la pauperización de sus docentes, la profunda desinversión en educación. Hay temas que parecen tabúes, como la organización de las currículas o la cantidad de alumnos que pueden ir a tal o cual carrera. Parece un absurdo que una facultad como la de Ciencias Económicas siga recibiendo miles de alumnos que van a ser contadores o algo por el estilo. Es posible discutir en una comunidad académica y organizar planes, decidir cómo evitar un estallido de la matrícula que, como sabemos, genera frustración, abandono e imposibilidad de acceder al mercado de trabajo. Por distintos motivos históricos y políticos, porque las dictaduras hicieron ciertas cosas que la democracia no puede hacer porque lo hicieron gobiernos represivos, discutir el ingreso o el número de estudiantes es un problema en Argentina. No creo que sea incompatible la masividad con crear condiciones para una universidad mejor. Tampoco soy iluso, no creo que podamos sostener un nivel de excelencia cuando estalla demográficamente la universidad y los recursos no están a la altura. La alternativa no es crear universidades de elite, porque estaríamos reproduciendo un mecanismo de exclusión y marginalización.