\"La pizarra\" comienza con un despojado y bellísimo plano de un grupo de maestros ambulantes que, con sus pizarrones colgando de las espaldas, recorren las áridas y peligrosas laderas de la frontera entre Irán e Irak. Poco a poco la cámara narradora elegirá a dos de ellos, Reeboir y Saïd, que se convierten en protagonistas de dos historias paralelas cuyo único punto en común es el espacio a un tiempo tan vasto y tan reducido (la paradoja del desierto).
Los dos maestros se encuentran, respectivamente, con los dos extremos de la vida: la infancia y la vejez. Sin embargo, y lejos de los derechos que ?en teoría al menos- tendrían ambas edades según tantas declaraciones internacionales, estos niños son ?porteadores?, y acarrean mercancías robadas en sus espaldas doblegadas. Y los ancianos, todos varones, pertenecen a un pueblo nómada que vaga, perdido el rumbo, con hambre, frío y enfermedad a cuestas.
Esa remanida frase que probablemente todos los docentes del mundo conocen (?con que uno de mis alumnos aprenda lo que quiero enseñarles...?) alcanza su quintaesencia en este film. Los niños se niegan a aprender, salvo Reeboir, que comparte el nombre con su maestro, y tal vez por eso también el destino. Y Saïd asume el papel de guía (una función del docente, después de todo) de los ancianos hasta la frontera. Su única alumna, su mujer Halehle, se niega también a aprender, aunque no renuncia, después de la separación, a la pizarra que le corresponde en el reparto de bienes.
En el tratamiento de la negativa a aprender, hay una curiosa ambigüedad. Makhmalbaf no juzga a sus personajes, sino que muestra sus motivos: para qué les serviría saber leer un libro, si no tienen tiempo para sentarse a leer. En este sentido, la óptica de la directora mantiene la ?objetividad? de la mirada que ha llevado a aproximar el cine iraní y la estética documentalista. Otro rasgo común es el uso de la cámara en mano, el desarrollo de los eventos en tiempo real, y la aparente despreocupación por la puesta en escena, que curiosamente resulta en una estetización del hombre en su intrínseca relación con el espacio y el tiempo.
Podría decirse que todos los personajes de \"La pizarra\" buscan algo. Saïd y Reeboir, alumnos; el Reeboir niño, aprender a escribir su nombre. Estos objetivos ponen en movimiento sus vidas. Una vez que lo alcanzan, su misión está cumplida: el último acto del pequeño, y tal vez el único momento en que es verdaderamente un niño, consiste en escribir su nombre en la pizarra; para llegar así al momento culminante. Para su maestro, haber logrado que un alumno aprendiera también implica la culminación de una tarea vital. Por otro lado, los ancianos llegan a su tierra natal, pero la densa niebla es una inquietante cortina mortífera. Y Saïd, que los ha conducido hasta allí, se encuentra de pronto sin aquello que justificaba y literalmente protegía su existencia: la pizarra.
Tal vez sea un lugar común hablar del despojamiento del cine iraní. No obstante, lo que hace Samira Makhmalbaf en \"La pizarra\" es despojar no solo al cine, sino a la ida, que queda limitada a una experiencia de supervivencia en la que se cifra toda esperanza. Y mientras quede un maestro vagando por el desierto en busca de alguien que quiera escucharlo, todavía puede pensarse en el espíritu de comunidad del ser humano.
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27 de noviembre de 2024