Y entramos en un torbellino del que no salimos sin más llanto, sin más sorpresa, sin más violencia. Porque escuchamos discursos políticos de conveniencia y apoyamos acciones efectistas para calmar la angustia. Pero así, podremos creer que solucionamos el presente, pero no atendemos al futuro.
Y el futuro nace hoy.
Si de violencia hablamos, habría que pensar en la violencia que significa, desde el nacimiento, no tener abrigo, no tener comida, no tener hogar que sustente, no acceder fácilmente a la medicina. Y esa violencia engendra otras, sobre todo, sobre uno mismo. Y de ahí un solo paso hacia la violencia contra el otro.
En medio de la indigencia, la droga aparece casi como la desembocadura lógica: se aspira para no tener hambre desde muy pequeños. Se acude a ella para no ver, para no sentir, para escapar de una realidad que no se quiere. Y se llega a matar para conseguirla.
Los docentes saben, sabemos de qué violencia estoy hablando cuando sospechamos un retraso mental por desnutrición, cuando se necesita atención neurológica, o sicológica y los turnos a los que pueden acceder los chicos pobres demoran meses; o hay que hacer colas interminables de noches enteras para obtenerlos. En fin, sabemos.
Y también sabemos que en los barrios la gente sabe y denuncia dónde se vende la droga, pero se sigue vendiendo; que cuando llamamos a la policía para que acuda porque en la plaza frente a nuestro colegio hay gente sospechosa que “distrae” a los chicos se nos contesta “tenemos un solo móvil para atender muchas escuelas”.
Como sociedad toda, responsable en mayor o en menor medida de lo que nos ocurre debiéramos preguntarnos:
¿Cuántas marchas hemos hecho para ir contra un modelo económico que despojó a muchos argentinos de lo básico?
¿Cuántas marchas hemos hecho para pedir atención a los chicos que dentro de 10 años no valorarán la vida?
¿Cuántas marchas hemos hecho para pedir que ningún chico tenga hambre en un país que rebosa alimentos? ¿Cuántas marchas hemos hecho para pedir que los menores sean considerados el tesoro mayor de nuestra sociedad, y por lo tanto, los chicos pobres sean atendidos en su salud física y mental como los chicos ricos? ¿Cuántas marchas hemos hecho para que la escuela, a veces el último refugio que queda, antes de la calle, no esté sola?
Si de marchar se trata, pensemos que tendremos que hacerlo, no solamente sobre lo inevitable, sino sobre el futuro.
O continuaremos llorando, sin comprender, cómo la vida no vale nada para aquellos que entendieron que su vida nunca valió nada en nuestra sociedad.
Virginia Biella DNI 5.915.081.
Docente de Enseñanza Media. Mendoza. Argentina.