Philibert –quien fue la figura del DocBsAs/03, en donde presentó Ser y tener- rodó a fines de los 70 su ópera prima; La voix de son maïtre; pero se ganó la admiración de colegas y críticos con trabajos como La ville Louvre (que mostraba la trastienda del museo más famoso del mundo); Un animal, dos animales (cuyos protagonistas eran los animales disecados del Museo de Historia Natural de París); El país de los sordos (sobre el mundo de los hipoacúsicos) y La más mínima cosa (acerca de la vida cotidiana en un neuropsiquiátrico). En esta oportunidad la porción de la realidad escogida para pintar su tela es la vida en una pequeña escuela rural francesa de la zona de Auvergne, las vivencias compartidas entre alumnos y maestro. Se trata de una de las llamadas “escuelas de clase única”, en donde conviven los niños de un pueblo con edades que comprenden desde el jardín de infantes hasta el último año de la escuela primaria; y en las que el maestro debe conseguir que todos participen y aprendan. A ello se suma un hecho determinante: es el último año que el docente –George Lopez, áspero como el paisaje que lo rodea y todo un hallazgo- pasará en la escuela antes de retirarse, luego de pasarse la vida allí y de educar a generaciones y generaciones de chicos.
Por qué el director eligió un aula con esas características? Philibert confiesa que “En todas mis películas la principal pregunta es cómo vivir juntos, cómo construir algo todos juntos. Todos sabemos lo difícil que es. La escuela es no sólo el lugar donde aprendemos a leer, escribir y contar, ciencia e historia, sino también el primer lugar donde los seres humanos aprenden a vivir con otros sujetos que tienen otros deseos, diferentes. Tenemos que aprender sociabilidad. Por eso elegí este tipo de clase”.
La enseñanza de los contenidos programáticos es retratada en toda su relevancia, pero lo que lo convierte en un relato inolvidable son aquellos instantes en los que el maestro excede dicha función y se convierte en un mediador, un consejero y hasta un confidente. Tal vez sea oportuno señalar aquí que Lopez no es un ser tierno y complaciente con sus alumnos, sino un hombre firme, riguroso, tolerante o generoso según las circunstancias.
El valor agregado no está en lo que la lente de Philibert observa, sino en el modo en que lo hace. Él mismo ha confesado que se encarga de la cámara porque es una labor que requiere decisiones rápidas e importantes. Y no se equivoca en ninguna de ellas. La cámara de Philibert siempre parece estar a la distancia indicada e impresiona –en general, porque hay un par de escenas que se transforman en excepción- la naturalidad con la que se comportan los niños aún en su presencia. Hay numerosos planos generales –el paisaje, el suceder de las estaciones son un reflejo del mundo interior de esos niños- pero en el momento preciso, y ni un segundo antes, aparece el plano corto o el detalle y llena la pantalla un par de ojos asombrados, un puchero, una mejilla que se sonroja, una mano que aferra con fuerza a un lápiz que se niega a deslizarse con delicadeza y hasta el carácter épico de la hazaña de escribir “mamá” con el temblor y la emoción de la primera vez. El realizador sabe que los pequeños acontecimientos pueden ser altamente reveladores: “Es a través de las pequeñas historias, los pequeños detalles, como puede alcanzarse lo universal” –afirma Philibert. Y agrega que “Existen dos formas posibles del documental: una es la que suele verse en tevé, donde se aborda un tema específico y se le proporciona al espectador una información, que funciona como ilustración de un saber previo por parte del documentalista. Así al espectador no le queda otro rol que el de receptor pasivo de un conocimiento dado. El documental cinematográfico está en condiciones de ir más allá de su tema, de trascenderlo, proponiendo al espectador no un bagaje informativo sino un encuentro con el otro, con los otros, que no tiene fronteras. Un encuentro con lo otro, casi como categoría abstracta, siempre y cuando el documental logre ser verdadero cine”. No quedan dudas, después de disfrutar de Ser y Tener, que Philibert consigue llevar a la práctica sus teorías.
El realizador se detiene, por momentos, en pequeños detalles de significados enormes, y los amalgama con otros de engañosa trascendencia; logrando que el espectador se sumerja en la comedia y el drama alternadamente, aunque siempre sin estridencias ni excesos. Las elecciones formales son de una sencillez abrumadora: Philibert no quiere enseñar, quiere aprender (su trabajo se sitúa en las antípodas del documental didáctico: “Yo no diría que Ser y tener es sobre una escuela rural” –aclara- “Ninguno de mis documentales es sobre algo, porque lo que me interesa no es tanto el tema que abordo como el hecho de ingresar en un mundo determinado, con la intención de compartirlo por un tiempo con quienes viven en él. Y después, permitir que el espectador viva también esa experiencia”). No construye metáforas de alto vuelo ni intenta sorprender con hallazgos estilísticos: necesita ser comprendido. Y tiene un gran respecto por el término popular. De este modo, logra que el espectador asista embelesado a la auténtica aventura de saber, y de crecer.
Una muestra de su hipótesis de trabajo es la primera secuencia del film: bajo una tormenta de nieve inclemente, un grupo de campesinos arrea vacas. Corte. El siguiente plano muestra una de las ventanas de la escuela, desde donde puede espiarse el interior, cálido e invitador. Sin decirlo explícitamente, esta contraposición sugiere la idea de que el sitio en el que se aprende es un refugio, un ámbito propio de la civilización, que se erige en oposición a lo salvaje.
Tal vez uno de los mayores logros de Ser y tener es que constituye un relato coral en el que, sin embargo, la realidad de cada alumno tiene su tiempo, su desarrollo, su cierre y su importancia. Cada niño es irreemplazable; cada historia, única e insustituible. La sensación es que para Philibert la vida en la escuela es una paleta y sus alumnos y maestro, diferentes colores y tonos. Pinta su cuadro con libertad, armonía y una inconmensurable alegría que tiñe los años de la infancia, aunque varios de los pequeños atraviesen experiencias duras, casi imperdonables para su edad. Pero ni en los momentos más arduos aparecerá el golpe bajo. El límite se hace más evidente que nunca en un par de escenas en las que dos niños, intimidados por la presencia de la cámara –uno está siendo reprendido por el maestro; el otro confesándole que su padre está enfermo- es desnudado por el lente mientras se libra una lucha interna en su corazón: expresar lo que siente, o disimular. Finalmente, en ambos casos las lágrimas se imponen al pudor. Hay miradas de reojo a la cámara, pero las comisuras de los labios se curvan hacia abajo y los ojos se abrillantan: es allí cuando Philibert se retira, de puntillas.
Otra elección afortunada es la de interrumpir la acción que transcurre dentro del aula con secuencias de las familias de los niños en sus casas, ayudándoles a hacer los deberes u ocupados en sus quehaceres cotidianos. Con la inclusión de ellas, el director no sólo oxigena la historia, sino que completa el retrato de vida de cada uno de los pequeños protagonistas. No es casual que en la mayoría de los casos esas escenas permitan entender por qué una chiquita no habla, o las razones de que a un compañerito le cueste tanto la convivencia con un par.
Philibert no transforma a su documental en una sucesión de momentos simpáticos y compradoras muecas infantiles; tampoco, como apuntamos, se deleita con situaciones que en manos de otro director hubieran sido convenientemente lacrimógenas. Evidencia iguales dosis de talento como de cuidado por los protagonistas de su filme. En cuanto al género, un elemento diferenciador con otros documentales es que Ser y tener se vive como una ficción, con conflictos, personajes, introducción, progresión dramática, estructura narrativa y desenlace. El trabajo de Philibert es una evidencia más de que para hacer cine con mayúsculas sólo se necesita una cámara y voluntad de contar, además de una indisimulable pasión por lo que se hace. En una década caracterizada por millonarias superproducciones rebosantes de efectos especiales, una película chiquita, intimista y de costos ínfimos es una verdadera lección de cine y transpira, además, auténtico entretenimiento en cada fotograma.
Philibert trabaja las pinceladas de colores que representan a cada alumno con diversas texturas: humor, emoción, sorpresa, espontaneidad, descontento.... Y de manera mágica y luminosa consigue atrapar momentos de una belleza arrebatadora, como cuando Jojo –el chiquito más adorable del aula- se enfrenta, por primera vez, con la noción de infinito. En el asombro que asoma en sus ojos, en su entrecejo fruncido, y hasta en su cansancio intelectual, el espectador entiende por qué razón Nicolas Philibert ha sido bautizado como “cineasta de lo invisible”.
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1 de noviembre de 2024