Boe abreva en la extraña fascinación que siempre provocan las (buenas) historias de amor, captura la magia de los momentos compartidos con otra persona, más allá de que sepamos que nada es eterno y que, una vez consumado el amor, este tiende a desvanecerse en el pasado. Así, la belleza de la fotografía, las interpretaciones y los diálogos hacen a un todo embriagante que redondea una de las mejores óperas primas del siglo XXI (por lo menos de las que han tenido estreno comercial por estos pagos).
La confusa estructura narrativa y algunas derivaciones kafkianas del argumento acentúan el tono de ese sueño-pesadilla en el que se ve inmerso el protagonista, que por un lado no puede confirmar si sus encuentros con la chica son reales, y cuyos amigos y familiares, a partir de esos encuentros dicen desconocerlo.
Si ciertos arreglos formales (como el grano muy marcado en la fotografía, los mapas de satélite que marcan la ubicación de los personajes y la escena de sexo con imágenes congeladas y muy luminosas) no estropean el tono de la historia, momentos como el primer encuentro en la gélida y futurista estación de subtes y la caminata final hacia la estación de tren resultan de pura emoción. Y es que Alex, sólo quiere conocer –aunque sea por una noche– el placer del amor total y absoluto, y poder marcharse al día siguiente sin mirar atrás, aunque sea a través de una reconstrucción.
En definitiva, un paso adelante en la cinematografía nórdica que esta vez deja a un lado los dogmatismos, y se dedica a cultivar el placer de las imágenes y las historias, raras pero historias al fin, después de todo que tiene de malo una historia rara ante tantas historias chatas del cine industrial yanqui.
Luis Vigazzola
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