Científicos de la Universidad de Nuevo México proponen una razón por la cual algunas sociedades podrían beneficiarse de la insularidad religiosa: evitar enfermedades.
Un ensayo publicado en la revista especializada Proceedings de The Royal Society B, ofrece la sorprendente afirmación de que la religión es una manera de proteger a los seres humanos de las enfermedades.
La idea general detrás de esa teoría -la religión, según los escépticos, es una construcción social- es mucho más antigua que sus autores, Corey Fincher y Randy Thornhill, de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque.
Sus fuentes son las obras clásicas de dos padres fundadores de la Sociología: Emile Durkheim y Max Weber que, a comienzos del siglo XX, ofrecieron explicaciones sobre cómo las religiones alrededor del mundo han modelado y fueron modeladas por la sociedad en que se arraigaron.
Tal vez la idea haya pasado de moda en algunos sectores intelectuales de Estados Unidos, pero es posible que nos informe más acerca de nuestro tiempo que de su validez. El creciente foco en el individualismo en algunas partes del mundo occidental desde que Durkheim escribió que “Dios es una forma acentuada de la sociedad”, se refleja en el actual entusiasmo de lo que se ha denominado neuroteología.
Se trata de localizar las experiencias religiosas en la actividad cerebral y en una predisposición genética para ciertos estados mentales.
Tales estudios podrían informarnos por qué algunas personas tienen tendencias religiosas, pero informan muy poco por qué esa predisposición da surgimiento a una cifra relativamente pequeña de religiones institucionalizadas.
De manera similar, los ateos militantes que consideran la religión algo totalmente irracional estarán condenados a pensar siempre en la misma dirección a menos que reconozcan el punto de vista de Durkheim. Según el sociólogo, en lugar de ser una especie de pernicioso virus mental que se propaga a través de las culturas, la religión cuenta con un capital social y, por lo tanto, posee un valor adaptativo.
Durkheim decía que la religión era y es todavía, en muchas culturas, el cemento de la sociedad que mantiene el orden. Esa función unificadora es tan evidente en la actualidad en la sociedad norteamericana como en Varsovia o en Teherán.
La otra cara de la religión
Por supuesto, existe otra cara en la moneda de la religión. Un grupo muy cohesionado suele excluir a los foráneos y eso ocurre tanto en la religión como en cualquier club. Fincher y Thornhill proponen ahora una razón específica por la cual algunas sociedades podrían beneficiarse de la insularidad religiosa: evitar enfermedades.
Cuando una sociedad tiende a dispersarse y a mezclarse con otros grupos, aumentan los riesgos de contraer nuevas enfermedades. En otras palabras, los extraños son malos para la salud. “Existen amplias evidencias”, escriben Fincher y Thornhill, de “que la psicología de la xenofobia y del etnocentrismo está vinculada con el manejo de enfermedades infecciosas”.
Fincher y Thornhill han demostrado previamente que la diversidad de lenguajes dentro de una sociedad parece correlacionarse con la diversidad de enfermedades infecciosas. Eso sugiere que las diferencias lingüísticas son una manifestación de las estrategias para evitar enfermedades.
Ahora, los autores han descubierto que la diversidad religiosa es también mayor en partes del mundo donde es más alta la posibilidad de contraer infecciones de foráneos poseedores de diferentes pautas de inmunidad.
Fincher y Thornhill han estudiado 339 sociedades de Asia, América, África y Australia, y descubrieron que personas que viven en áreas con una gran diversidad de enfermedades infecciosas suelen tener “alcances sociales” menores. Y que poblaciones con alcances sociales menores cuentan con una mayor diversidad religiosa.
Difícil de determinar
Se trata de una observación fascinante. Pero, como en otros estudios, la causa y el efecto son difíciles de desentrañar. También podría aducirse que evitar contacto con otros grupos sociales impide la diseminación de algunas pautas culturales a expensas de otras. De esa manera se preservaría una diversidad intrínseca que tiende a surgir en cualquier lugar.
Ésa es ciertamente la base de algunos modelos teóricos sobre cómo se registran los intercambios culturales.
Cuando se reducen las posibilidades de interacción, es más posible que coexistan “islas culturales”, en lugar de ser consumidas por un grupo dominante.
La teoría de Fincher y Thornhill nada nos dice acerca de la religión en sí misma. Sólo que funciona para mantener alejados a “los de adentro” de los “foráneos”.
Por cierto, comparados con otros marcadores sociales, tales como nombres de familias o estilos en arte o en música, la religión es un método muy barroco y costoso de separar a amigos de presuntos enemigos. Tal como lo han demostrado los conflictos étnicos, los seres humanos suelen ser muy adeptos a identificar hasta el signo más pequeño de diferencia.
Lo que tenemos aquí, entonces, está muy alejado de una teoría de cómo y por qué las religiones surgen y se diseminan. Pero sugiere que hay influencias biológicas ocultas en la dinámica de la diversificación cultural. Es también un útil recordatorio de que la religión no es tanto una creencia personal como, según señala Durkheim, “un hecho social”. Nature News
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