En los últimos tiempos se está exagerando un rasgo que caracteriza a la sociedad actual: la compasión que despiertan los niños y los jóvenes cuando se les plantea una exigencia o se los enfrenta a un desafío. En general, los padres se escandalizan cuando sus hijos son sometidos a exámenes, por sencillos que sean. En lugar de buscar que las pruebas sean más exigentes para que sus hijos exploren sus posibilidades hasta el límite, se compadecen por lo que interpretan como un esfuerzo ciclópeo por parte de las jóvenes "víctimas".
De lo que se trata es de evitar "traumas" a las nuevas generaciones, entre otras razones porque es más cómodo no asumir los problemas que supone sostener la necesidad de la exigencia. El imperativo actual es hacerse querer a toda costa, y la seriedad parecería incompatible con el afecto. En un reciente artículo, Francesco Alberoni señala que "ésta es la primera vez en la historia que una generación llega a la universidad sin haberse enfrentado desde la escuela primaria a una serie progresiva de exámenes, sin haber aprendido a concentrarse, a afrontar los desafíos, a apretar los dientes, a resistir las frustraciones".
Corremos el serio peligro de estar educando para el conformismo, evitando proponer objetivos a ser conseguidos con esfuerzo. Esta compasión por los jóvenes demuestra nuestro profundo desinterés en construirlos como personas. En un mundo que busca crecientemente la satisfacción instantánea de todos los deseos, resulta lógico que se intente eliminar las vallas interpuestas en la obtención del placer. De allí la crisis de la educación que, por el contrario, es el aprendizaje de la postergación, la experiencia del esfuerzo que supone alcanzar una meta y de la dedicación y el rigor que ello demanda.
Hoy, muchos padres parecen creer que sus hijos son explotados por un sistema injusto –el escolar– que pretende que encaren con seriedad un esfuerzo intelectual. No advierten tampoco que éste es, además, un medio para habituarlos a una manera de enfrentar su vida. Abundan los ejemplos de esta actitud. Incluso en el ámbito universitario se plantea, como razón para disminuir la exigencia, el hecho frecuente de que los alumnos trabajan. En las generaciones que nos precedieron, todos conocemos casos de estudiantes que, trabajando –y no poco tiempo–, estudiaron con gran sacrificio y completaron su carrera en el lapso previsto con muy buen rendimiento. El relato de quienes caminaban largas distancias hasta la universidad para ahorrar el costo del transporte está presente en la memoria de muchos de nosotros.
En la nota comentada, Alberoni convoca a los propios jóvenes a reaccionar ante esta conducta complaciente de sus padres, porque hacerlo es esencial para sus vidas. Les adjudica "la suficiente inteligencia para comprender que el sufrimiento, la lucha, los obstáculos, los exámenes, son indispensables para crecer, para fortalecerse, para comprender a los demás y al mundo. No sólo refuerzan su voluntad, sino que los enriquecen interiormente. Sólo quien se ha cansado comprende el cansancio de los demás; sólo quien ha sufrido comprende el sufrimiento. La mente crece resolviendo problemas. Es como un músculo que se fortalece trabajando".
Hoy está en crisis esa concepción del poder formativo del trabajo, del valor que el esfuerzo tiene para modelar la personalidad del ser humano. Por eso, tal vez corresponda a los jóvenes reaccionar ante la compasión que les demuestran sus padres y la sociedad actual. Deberían advertir que esta actitud, simpática y cómoda, esconde una artera traición al germen de posibilidad humana que se encierra en cada uno de ellos.
El autor es educador y ensayista
Revista La Nación-Domingo 21: Compasión
Por Guillermo Jaim Etcheverry