Los títulos de crédito iniciales juegan con letras saltarinas y círculos concéntricos a la manera del gran Saul Bass. Pero si, normalmente, este ?gesto? nos haría pensar en que adentro del filme nos encontraremos con Hitchcock o Preminger esto no ocurre en el cosmos Martel. Lo que llena los 106 minutos que dura La niña santa está más cerca de Cassavettes que de cualquiera de los maestros clásicos.
Lucrecia Martel construye un filme sin clímax o gran evento central. Es más un filme-devenir que un constructo de acontecimientos y comportamientos que adquieren razón por referencia a una consigna principal. Martel idea pequeños momentos distinguidos y deja que sus criaturas actúen a su alrededor, manifestando sus mundos particulares. Y vaya que lo son.
Pocos directores de esa complicada entelequia llamada ?cine nacional? se atreven a tanta extrañeza. Muy poco de lo que habita en la Salta de Lucrecia es convencional o común. Lo ordinario se mezcla con lo irracional o lo extraño de manera natural. Reconocemos las mismas caras, gestos y lugares pero la lógica que los mueve y los vincula es distinta. Hay algo en el aire que lo cambia todo. En el intento por apresar este inasible en imagen y sonido está, a nuestro humilde entender, la clave del cine de Lucrecia Martel. Y aquí toma más cuerpo la comparación inicial con el director de Maridos y Una mujer bajo influencia.
En este, el segundo filme de la directora salteña, y en concordancia con todo lo dicho en los párrafos anteriores, no hay que buscar el punto fuerte en la fuerte progresión narrativa sino en un cuidadoso y tenaz escudriñar en la cosmovisión de los personajes. Pero, y esto se agradece enormemente, sin caer en el psicologismo de manual sino apelando al estudio de pequeños gestos y conductas mínimas. El mundo se revela en las cosas más leves.
La palabra también funciona en esta dirección. Los diálogos no ofrecen información en sí mismos sino por sus cualidades ?físicas?: las inflexiones de la voz, los gestos de la cara o las situaciones en las que se pronuncian cada palabra son los reales vehículos de información. El lenguaje, a la manera de Rohmer, no es transparente y oculta más de lo muestra.
La anécdota concreta nos muestra a madre e hija, Elena y Amalia, viviendo en forma permanente en un hotel salteño donde se desarrolla un congreso médico. Las historias de las dos se desarrollan en forma paralela y se cruzarán en la relación furtiva con un médico asistente al evento. Mientras Elena (una bizarra Mercedes Morán) pasa sus horas vacías deambulando por el hotel, Amalia despunta su adolescencia entre su fanatismo religioso y su despertar sexual.
La misma sensación de vacío existencial que inundaba La ciénaga se hace presente aquí. La excesiva y algo decadente parsimonia de una provincia que se mueve casi reptando está perfectamente mostrada. La puesta en escena aglutina planos largos y cerrados con encuadres fijos y poco ortodoxos (mutilan cabezas y miembros inferiores sin tapujos). A esto se le suma un sistemático uso de la profundidad de campo, que junto a un tratamiento sonoro muy elaborado (logra tal equilibrio sonoro que se superponen, sin dejar de ser inteligibles, varias conversaciones o sucesos a la vez) crean un mundo extraño y complejo. Recursos formales que se adaptan a la perfección al universo de Martel. Un universo donde es tan importante un hecho o conversación insignificante en el fondo de la pantalla como el más crucial, en apariencia, de los eventos de primera fila.
Lucrecia Martel está a la altura de las expectativas de cualquiera. Su auspicioso debut dejó de ser un hecho azaroso para convertirse, con este segundo filme, en el denominador común de una carrera que la puede ubicar entre los directores más personales y arriesgados del cine argentino.
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22 de noviembre de 2024