Miranda y Catalina son de esas amigas del “alma”. Entre ellas hay un vínculo afectivo que ordena sus vidas o, mejor dicho, ordena las perturbaciones de sus días en la tierra. El último de sus encuentros, la última de sus charlas, el último pañuelo compartido y el último de sus deseos recopilarán aquellos fragmentos perdidos y silenciados a través del tiempo y las distancias.
De un surrealismo encantador, Donde el viento hace buñuelos, obra del dramaturgo mendocino Arístides Vargas, transita los recuerdos y los interrogantes de las huellas profundas que deja la amistad. Dos personajes desdoblados en los distintos papeles que les tocó jugar en sus vidas arman la estructura narrativa de esta pieza –seminario que realizaron los alumnos de Arte Dramático de la Facultad de Artes y Diseño de la UNCuyo, dirigidos por el mismísimo Vargas–.
La poética de los diálogos se aprecia en todo su esplendor. Tampoco se descuidan los momentos más divertidos de la obra con personajes grotescos que danzan, cantan o sobreactúan algunos cuadros recreados para tal fin. En estos pasajes se lucen los tres actores que contrarrestan el peso de las siete mujeres en escena.
El austero trabajo escenográfico sostuvo en todo momento las metáforas surrealistas. Se lució sobre todo con los afiches blancos que agitaban el aire portando barcos de papel, los objetos escénicos predominantes en la obra. Los sueños de juventud, las marcas de la niñez, los avatares del amor y el exilio de un corazón que late sin dirección integran la trama dramática de esta puesta en escena.
Son precisamente esos anhelos compartidos en silencio entre las dos protagonistas los que anclan la obra al contexto histórico. Allí está la magia en blanco y negro del cine de Luis Buñuel, las represiones de una educación franquista derrotada o la mano anarquista de una madre sin autoridad moral. Un desarrollo teatral excelente.