Nuestra época es denominada, pomposamente, como “sociedad del conocimiento”. En realidad, en cada época de la historia de la humanidad, los avances en el conocimiento, que fueron y van cambiando las costumbres y el modo de estar y de ser en el mundo, hubiesen permitido utilizar tal caracterización. Remitiéndonos por ejemplo al fuego, pensemos en la diferencia que implicó el paso de lo crudo a lo cocido; en la lucha por el mantenimiento de la vida, el valor incalculable de las vacunas y de los antibióticos. No puedo menos que rememorar el paso de la cocina económica de mi infancia a la cocina de kerosén, luego a la de gas y, ahora, al microondas. Hoy, si seguimos el devenir de la manera como los hombres fueron encontrando el modo de hacer conocer a otros sus pensamientos, sus saberes, sus fantasías, no podemos menos que remontarnos al paso del relato oral, trasmitido de generación en generación, al papiro, a la imprenta con la potencialidad del libro, de la revista, del periódico, para llegar más tarde a la radio, luego a la televisión –caja misteriosa para la mayoría de nosotros–, que nos permite poder contemplar lo que pasa en cualquier lugar del mundo en tiempo real, competencia sofisticada de internet, logro mágico de la informática. Este último milagro tecnológico ¿qué nos permite? Tener información, mucha información, demasiada información. Sin embargo, hay una diferencia cualitativa considerable entre tener información y tener conocimiento. La información es el dato, lo que se hace saber, pero el conocimiento es, antes que nada, lo que acontece en un sujeto que ha incorporado la información y la ha transformado en conocimiento. Umberto Eco, en una de sus últimas obras, Kant y el ornitorrinco, nos ofrece una serie de reflexiones sobre la problemática del conocimiento. Sostiene allí (lo diremos en forma excesivamente simplificada) que la primera fase del conocer es la del reconocimiento: percibo que algo existe, luego se pasaría a una fase en que puedo distinguir, como producto de mi observación, las particulares características de ese algo que, finalmente, cuando es indagado por la ciencia puede ser descripto y explicado en lo que no es visible. Pensemos, por ejemplo, en la percepción del parecido físico entre padres e hijos hasta llegar al ADN, gracias a los avances de la genética. Las dos primeras fases responden al conocimiento cotidiano y la otra, al conocimiento científico. Lejos de nuestra intención está la desvalorización del conocimiento cotidiano, herramienta indispensable para estar y vivir en el mundo; nos interesa más bien poder explicar cómo y con qué herramientas la información se transforma en conocimiento. En primer lugar, es necesario desarrollar una competencia básica de carácter cognitivo: la comprensión lectora. Esta transita por muchas competencias asociadas. Cuando se enfrenta la lectura de un determinado texto, para poder comprender de qué trata es preciso tener conocimientos previos sobre la temática que aborda, lo que llamamos enciclopedia. Nuestra enciclopedia nos auxilia para completar lo no dicho y permite otorgarle sentido al todo. No basta con reconocer las palabras que lo componen, es necesario poder dilucidar cuál es el particular sentido de éstas en ese texto particular. Ahora bien, el entramado textual establece también una serie de relaciones que deben transformarse en representaciones mentales para el lector, resultado de varias operaciones cognitivas. Sólo entonces, cuando se ha podido transitar este camino, podemos hablar de conocimiento, conocimiento que construye el sujeto con ayuda de esa máquina perezosa que es el texto. Otra competencia indispensable es la de discernir entre la información valiosa y la que no lo es, la información que se asienta sobre argumentos coherentes frente a la información que se va desplegando a través de argumentos que, caprichosamente, justifican conclusiones a las que no se podría arribar desde un pensamiento riguroso. Ya Aristóteles se había ocupado de la problemática de la argumentación. Es evidente que para poder determinar la coherencia de la argumentación sobre diversas temáticas es indispensable poseer conocimientos, en algunos casos, otorgados por la formación específica en una determinada rama del conocimiento, denominado experto. Sin embargo, las diferentes informaciones sobre circunstancias y acciones que pertenecen a la cotidianidad también se asientan sobre argumentos y todo sujeto, en virtud de su pertenencia a la sociedad como persona, tiene el derecho de poder discernir entre argumentos falaces y argumentos sólidos. Dicho de otro modo, en poseer la capacidad de juicio frente a diferentes discursos que cruzan su vida de todos los días. Debemos destacar que no sólo la lectura del texto verbal exige competencias específicas, sino que los numerosos textos multimediales también requieren de una formación especial. A menudo sucede que el realismo que nos presentan las imágenes en el cine, en la televisión, en los videos, nos lleva a creer que estamos comprendiendo la trama oculta de lo que éstas representan, de las acciones que los diversos actores sociales realizan, a través de un acto de simple reconocimiento de lo que simplemente vemos. Ver e identificar no es comprender. Por ello es necesario entonces alfabetizar, también, para iniciar y afinar la experticia en la lectura de cualquier texto, sea cual fuere el lenguaje utilizado. Para un sujeto que no ha podido desarrollar estas competencia básicas, la frondosa información ofrecida por internet o por la televisión es como una deliciosa caja de bombones en una vidriera: sólo se la puede mirar. Nos interesa ahora llegar al punto de inflexión que nos permitiría hablar de la sociedad del conocimiento, es el momento en que la educación cumple o no puede llegar a cumplir el rol que le compete: la formación en el saber para poder saber. Hablar de la sociedad del conocimiento cuando sólo pueden acceder a él unos pocos es, cuando menos, aceptar para nosotros el simple rol de figurantes. Todo proyecto estratégico para la Argentina y para Mendoza debe partir de una militancia incansable para ser y hacer ser de todos nosotros lectores competentes, críticos de la realidad y de la oferta casi caótica de los miles de títulos que ofrece el mercado informativo. La primera condición para ser libres y configurar nuestro destino es el saber.
* María Victoria Gómez de Erice Rectora de la UNCuyo.