La cultura es el gran almacén de palabras, el diccionario mental más perfecto para pronunciarnos en cada ocasión y como cada ocasión lo exige; y un magnífico cicerone es la lectura. Dar lenguaje a nuestros niños y jóvenes es un acto de responsabilidad social, de solidaridad. La educación formal debe asumir la enseñanza de la lengua literaria y de cultura estándar, y, de este modo, no renunciar a su misión orientadora y jerarquizadora. Existe un límite, tan delicado como evidente, entre la gracia y la chabacanería, entre la sencillez y la estulticia, entre la picardía y la grosería, que la lengua “de todos los días” a la que acceden y recurren nuestros niños y jóvenes parece ignorar rotundamente. De modo que aquello que encuentran en la casa y en la calle a menudo está lejos de un hablar vivo, conciso y lleno de gracia y de atractiva fluidez. Las nuevas generaciones tienen derecho a algo más. Para ello es preciso que haya en las escuelas y colegios clases de Lengua y de Literatura, no sólo de Comunicación; que a esas disciplinas se las enfoque desde las Humanidades, no sólo desde la Sociología. Y que en ellas se ponga al alumno en contacto, verdadero y fructífero, con nuestra gran lengua castellana, a través de las creaciones literarias que viven en el cauce de la cultura universal. Es frecuente confirmar que estrategias docentes erróneas han generado odio y aversión por la lectura literaria, una práctica y actividad que debería despertar amor y adhesión en los alumnos. Pues bien, para dar lenguaje al alumno hay que ponerlo en contacto con el mundo de la literatura. Para dar literatura hay que acceder al texto a través de la lectura. Y a leer se aprende, como se aprende a caminar. La solución del problema de la lectura está en la enseñanza de la lectura.
Pero esta tarea docente requiere, por parte del profesor, un verdadero replanteo de la palabra leer. No se debe creer que se ha superado el analfabetismo porque se haya logrado que los alumnos distingan signos y sus combinaciones y dejar ahí, en su primer escalón, la enseñanza de las letras. Es un grave equívoco reducir la palabra leer a su noción más superficial, en tanto capacidad de descifrar y captar el mensaje más aparente de la escritura. Por el contrario, la lectura en tanto actividad total del espíritu es la que nos hace verdaderos alfabetos. Su conversión en este tipo de experiencia enriquecedora y formativa exige esfuerzo, continuidad, preparación, enseñanza y aprendizaje. La primera condición es que el docente sea un lector. Así ha de disponer la vía para este magno objetivo: leer y volver a leer, pues sólo se aprende a leer leyendo. Y es la educación formal la que debe asumir un papel protagónico –cuando no encararlo solitaria, si el otro protagonista, la familia, falla–.
De tal modo que si nos preguntamos por quién y desde cuándo ha de ser formado el lector, es por la escuela y desde que se entra en contacto con las letras. ¿Para qué se emprende esta tarea?, pues para lograr la experiencia de una lectura personal y consciente, que se ejerce por el gusto de leer, enriquecedora de las potencias del alma en grado sumo, índice de una educación plena y cabal que se transmuta en cultura. El principio que debe orientar la tarea educativa es dar a leer lo bueno de cada género, lo mejor. El buen docente medita serenamente y selecciona con cuidado y con respeto por la persona del alumno. Su misión es formar el hábito de la lectura; “hábito”, sin dejar de ser gozoso, sorprendente, renovado cada vez que se ejerce; hábito que acerca y no rutina que, a la larga, aleja de la lectura. Y que tal propósito se logre dependerá en gran medida de las lecturas que haya ido seleccionando: la maestría de un profesor se evidencia en la elección de los textos.